Se dio cuenta de que estaba sola.
Lo pasado quedó atrás, y en ese instante solo el silencio la acompañaba en el
agreste paisaje lleno de hierbas y de piedras, de viento y de quietud. Era todo
tan grande, tan imponente, que se sintió muy sola en el encierro de la inmensidad.
Lentamente comenzó a moverse, y
ahí, cerca suyo, percibió la respiración de la bestia. Sus miradas se cruzaron,
y la piel se le erizó de miedo. Y en la larga incertidumbre de su quietud,
empezó a repasar quién era: ante sus ojos pasó su ira, y también su compasión,
su debilidad y su fortaleza, su lujuria y su sensibilidad, su creatividad y su
limitación. Pero tuvo paciencia consigo misma.
Con el tiempo, y lentamente, siempre
seguida de los ojos de la bestia inmóvil, se atrevió a buscar cobijo y
alimento, y poco a poco, el lugar agreste, se llenó de flores. Y llegaron las
aves y las mariposas, el sol acarició la hierba y los insectos ansiosos de
néctar y de calor sobrevolaron la vegetación y su cabello. Supo entonces, que
el feroz animal también tenía ansias de ser
domesticado.
Con el paso de los días fue
acercándose lentamente y le proveyó alimento. Pudo después acercar su mano
temblorosa a su cabeza y entendió que la fiereza que mostraba escondía un
corazón ansioso de ser comprendido. Y cuando
entendió que eran de la misma naturaleza, sintió un profundo amor por él.
Fue entonces cuando decidió
llevar sus pasos al arroyo que cantaba cercano. Al llegar, sumergió sus manos
en el agua cristalina y el espejo del lago le devolvió una imagen
sobrecogedora: dorado, salvaje y orgulloso, dócil y hermoso, se reflejaba el
rostro del león con su melena acariciada por el viento. Sobrepuesta a la imagen
estaba también su rostro pálido, y comprendió que el león y ella eran ahora uno
solo.
Se levantó y cubrió a la bestia
con las flores que adornaban su cintura, suavemente se acercó a sus oídos y le
susurró su canto, y sus manos confiadas tocaron sus fauces. Ella tenía la
fuerza del león gracias a su trabajo paciente y sincero, él tenía su docilidad
y dulzura gracias a que fue integrado y entendido.
He aquí la verdadera Fuerza: el
trabajo paciente de descubrirse, la sabiduría de comprender que no somos sólo
esa parte limitada y dura que mostramos a los demás, sino que en nuestro
interior vive lo mejor, lo más profundo y lo que nos hace quienes somos. La Fuerza
reside en poder transitar en paz los antagonismos y las contradicciones
supuestas que conviven en nuestro interior, y al descubrirlas y recrearlas en
algo bello, podemos conectarnos con los demás desde la mansedumbre y la
apertura. En La Fuerza conviven la perseverancia y la verdad, la unión y la
integración sabia de nuestro ser interior, la paz, la alegría y la belleza de
la verdad al atrevernos a ser quienes somos.
La experiencia de La Fuerza nos
permite recorrer cualquier camino con la convicción de que alguien muy poderoso
nos cuida y nos ama permanentemente: ese león inefable, somos nosotros mismos.
Si eres dócil y flexible ante la
vida, si no temes verte en tu interior y no juzgas a quienes tienes a tu
alrededor, si puedes siempre volver a empezar con optimismo y paciencia, tienes
La Fuerza.